Relato: «El periplo del Hagadá Rothschild»

En la publicación de hoy comparto un relato de mi autoría que forma parte del libro «101 relatos bibliotecarios», de la Editorial Vinatea. Como siempre, ficción y no ficción van de la mano. En esta entrada, podéis leer otro relato también de mi autoría destinado a todo «ratón de biblioteca».

 

Frankfurt, Alemania. 16 de agosto de 1945.

Aminoré la marcha, estaba exhausto y me dolía todo el cuerpo. Llevaba largos meses sin descansar, sin poder cerrar los ojos y no escuchar disparos y estallidos de bombas a cada momento. Aún ahora, que ya había terminado la guerra.

La única forma de embriagarme por la tan ansiada tranquilidad era imaginarme como en otros tiempos en mi querida ciudad de Hartford. Me visualizaba paseando por el Bushnell Park como solía hacer algunas tardes, contemplando el horizonte frente al estanque o leyendo un libro de los que le cogía prestados a mi padre de la librería.

Dejé a un lado las divagaciones. Quería y tenía que ser optimista, pues pronto nos íbamos a casa junto a otros muchos soldados estadounidenses que todavía seguían en Alemania al haber finalizado la contienda. De hecho, caminábamos por las afueras de Frankfurt, rumbo a zarpar cuanto antes del país, como ya habían hecho muchos otros compatriotas.

El paisaje era desolador, y la ciudad, una ruina: edificios y casas casi inexistentes, puentes caídos, calles vacías y llenas de escombro,… Me sentí entonces indispuesto y me alejé un tanto del grupo para buscar un poco de intimidad. No había muchas personas en la calle en ese momento pero las suficientes como para querer ir a un lugar más apartado. Caminé hacia una especie de callejón donde había unos muros con cierta altura, y cuando me sentí suficientemente apartado de la vista de ojos ajenos me llamó la atención lo que le pareció un coche en muy mal estado. El vehículo estaba en su mayoría aplastado, no tenía ruedas y la lona de la parte superior estaba destrozada. Costaba distinguir la marca y el modelo, pero me gustaban tanto los automóviles que solía fijarme en ellos. Me quedé pensativo, si no me equivocaba, se trataba de un Mercedes-Benz G 3a, los que llevaban los militares alemanes.

Me asomé a lo que había sido su parte delantera, pero estaba tan chafada que apenas intuía los asientos entre tantos cascotes. Hice lo mismo en la parte de atrás del vehículo, imaginaba a los soldados allí sentados, unos a cada lado, ¿qué les habría sucedido? No había rastro de ninguno de ellos. La lona que en otros tiempos cubría el vehículo, caía ahora rasgada en el interior. La levanté, y noté que se resistía. Seguí tirando, no sin hacer fuerza, y arrastré algo bastante pesado que no llegaba a ver. Me empeciné en que tenía que saber de qué se trataba, y tiré hasta que al fin cayó fuera del vehículo una oxidada caja de metal.

Hartford, Estados Unidos. 21 de enero de 1946.

El frío calaba hasta los huesos, pero mi vuelta al hogar me envolvía en la sensación más cálida. Sentados en la desvencijada mesa de madera, retomamos el hábito mi padre y yo de quedarnos hasta altas horas de la noche hablando. Afortunadamente, si yo no sacaba el tema, nada mencionaba él de los últimos meses en Alemania, sabía el estrés que me seguía generando lo allí vivido.

Entre los dos habíamos tomado de nuevo las riendas de la librería que mi padre regentaba. Un auténtico paraíso de papel pero que cada vez nos daba menos ganancias.

– Librerías que ocupan dos veces la nuestra se están ubicando en lugares más céntricos. Y para colmo, los televisores del diablo van a conseguir que cada vez leamos y pensemos menos.maldecía mi padre.

– Pero la nuestra lleva aquí toda la vida. Hay que seguir intentándolo.

Mi padre bajó la vista, visiblemente preocupado ante la realidad que nos sacudía. Yo me preguntaba qué podía hacer para poder mantener el negocio que con tanta ilusión había capitaneado mi padre durante toda su vida, y que yo quería proseguir en el futuro.

Me acordé entonces de la caja metálica que había encontrado meses atrás en Frankfurt. La había guardado desde entonces en mi saco y todavía no la había abierto. Nadie, ni siquiera mi padre, sabía de su existencia. Y yo, que no tenía la llave para abrirla, la había mantenido en absoluto secreto.

Sin mediar palabra fui hacia el sótano, tomé el raído saco que había querido borrar de mi memoria y de él extraje la caja metálica que había envuelto con trozos de lona del viejo Mercedes-Benz. Mientras lo subía escaleras arriba, no sin hacer esfuerzos debido a su peso, lo imaginaba repleto de billetes, cantidad que soñaba con darle a mi padre para reflotar el negocio familiar. Quizás habrían joyas, que también podríamos vender. De cualquier forma, tampoco quería hacerme demasiadas ilusiones con el contenido de la caja, porque quizás solamente habría notas sueltas, fotografías y otros objetos sin valor alguno para mí. La sacudí, como ya había hecho varias veces, y resonaba en su interior algo sólido, una pieza que ocupaba prácticamente todo el espacio del continente. Toda posibilidad estaba abierta.

Mi padre me miró sorprendido al ver el objeto que traía conmigo.

Vamos, ayúdame a abrirlo, no tengo la llave.

No hizo preguntas, y en su lugar, salió de la habitación para volver minutos después con una sierra. Sin mediar palabra, se puso a cortar por un lado dispuesto a romper la caja y yo lo imité. El trabajo fue arduo, pero finalmente empezamos a rasgar el metal, y al cabo de un rato ya habíamos cortado la mitad de la caja. Pronto sabríamos qué había en su interior.

Un paño blanco protegía el paquete, de un tamaño medio. Me sudaban las manos mientras desenvolvía el objeto.

Parecía un libro. Era un libro.

Hartford. 30 de abril de 1946.

Ese día, la campanilla de la puerta resonaba más a menudo que nunca. Los vecinos venían a husmear, a echar un ojo a las últimas ofertas que nos quedaban. Era el último día, la librería “William V. Black” echaba el cierre.

Sonó de nuevo la puerta, y salí a atender al cliente en cuestión. Un señor de mediana edad miraba fijamente “el libro”, como lo llamábamos nosotros, sin que diese espacio a la confusión.

– ¿Podría acercarme ese libro?

Obedecí. No era el primero que había preguntado por “el libro”. Desde que lo extrajimos de la caja metálica habíamos hojeado cientos de veces el volumen, y también había llamado la atención de otros curiosos.

El individuo estuvo hojeando sus páginas durante más de una hora, absorto en su tarea. Salió del ensimismamiento momentáneamente.

– ¿Sabéis lo que tenéis en vuestras estanterías? Estoy realmente sorprendido. No había tenido la suerte de ver ninguna hagadá antes.

– ¿Disculpe? ¿hagadá dice? Hemos visto que hay narraciones hebreas, pero de ahí a que sea concretamente un hagadá… – Se aventuró a decir mi padre.

– ¿Ha visto las ilustraciones? ¡Son exquisitas! Me recuerdan mucho a las ciudades del norte de Italia. ¡Y tan bien conservado! ¿Ha sido estudiado?

– No hemos podido enviarlo a ningún lugar con esa finalidad. Verá, hoy mismo echamos el cierre al establecimiento, y ya sabe, no hemos tenido tiempo. – Decía mi padre, escondiendo que en realidad no lo llevamos por falta de medios y recursos.

El señor frunció el ceño, creo que lo entendió todo sin decir nada. Cogió un papel y con un bolígrafo garabateó algo que nos enseñó en seguida. ¿Era la cifra que nos estaba ofreciendo por “el libro”?

Hartford. 18 de enero de 1947.

Querido Sr. Black e hijo,

Espero se encuentren bien, ante todo. Estos últimos meses, como pueden imaginar, me he empeñado en descubrir cuál era la identidad de “el libro” y, por fin, hemos llegado a buen puerto. Déjenme que les cuente algo:

Cerca de 1450, momento en que Gutemberg trabajaba con empeño en su imprenta de tipos móviles, el escritor judío Yehuda junto con su paisano ilustrador Yoel ben Shimon, crearon un maravilloso volumen que, entre lo religioso y lo litúrgico, narra la esclavitud de los judíos en Egipto y la liberación de los mismos. Os acordaréis también de las deliciosas ilustraciones que acompañan al texto, ¡es un goce para la vista!

Pues bien, durante largos años tras su creación, no se tiene constancia del lugar donde permanece este libro, pero en cierto momento, el magnate Edmond de Rothschild lo adquiere, junto a otros manuscritos antiguos que conforman su colección. Sin embargo, en 1934 fallece y reparte sus joyas bibliográficas entre sus tres hijos. Ya en plena guerra, y vaticinando la invasión nazi de París, el hijo mayor, James, decide poner a buen recaudo los libros y los envía en una caja fuerte a un banco. Pero sabemos que estas joyas eran como caramelos para los invasores, y pronto las descubrieron, junto a otras obras de arte, y se las llevaron a Alemania. Queridos amigos, cuando el viento sopla a nuestro favor, no vemos el peligro inminente, lo vemos cuando suspira en nuestra contra. Eso les sucedió a los militares nazis, habían llevado estos tesoros a Berlín, Frankfurt, y otras ciudades de gran tamaño y cuando los aliados comenzaron a bombardear estas poblaciones, vieron que esta ubicación era una amenaza para la integridad de las obras de arte y manuscritos, por eso decidieron llevarlas a pueblos pequeños y alejados.

Tal vez alguno de vosotros puede ahora completar la historia, porque a partir de aquí se perdió el hilo de la que se conoce como la “Hagadá Rothschild”, el manuscrito que perteneció a Edmond Rothschild y que nunca llegó al pueblo donde iba a esconderse.

Ahora, sois vosotros los que formáis parte también de esta historia, y vuestra librería, que espero pueda seguir irradiando conocimiento muchos años más. Vuestra huella está marcada en la última página del manuscrito, y dentro de muchos años tal vez se preguntarán quién es el enigmático “William V. Black” que osó dejar su sello en la última página del Hagadá Rothschild…

Mis mejores deseos,

Dr. Fred Murphy

 

2 Comentarios

  1. Un relato muy intrigante y bien narrado, lástima que sea tan corto. Siempre me han fascinado las historias con secretos y manuscritos misteriosos, bien pensado, esta podría ser la premisa para una maravillosa novela. Gracias por compartir. 🙂

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